El miedo se apoderaba de mi abuelo mientras la lluvia y el fuego de las ametralladoras volaban por el aire con rabia infinita. El lodo era tan tenaz que era difícil maniobrar en medio de él mientras el enemigo se detenía con intenciones de abrir fuego.
“¡Ve al capitán primero!” exclamó mi abuelo, tendido en el suelo con una herida de bala en la rodilla. Su capitán había recibido un disparo en la garganta, el hombro y el estómago. Sabía que no tenía mucho tiempo. Los médicos estadounidenses atendieron al capitán mientras que los alemanes lanzaron un contraataque. Tres hombres fueron tomados como prisioneros y uno fue asesinado. No había mucho tiempo. Los médicos tuvieron que dejar a mi abuelo y al capitán para obtener más ayuda. Pasó el tiempo mientras mi abuelo permanecía tendido ahí con una gabardina envuelta junto al cuerpo de su capitán inmovil. Tenían que permanecer perfectamente quietos para que los alemanes creyeran que estaban muertos.
Mi abuelo era un hombre amable que amaba las cosas sencillas. Los recuerdos que tengo de él son dispersos pero aun así permanecen. Lo recuerdo dibujando caricaturas como el pato Donald para sus nietos y haciendo la impresión correspondiente. Recuerdo que cargaba chiles en el bolsillo de la camisa para que su comida fuera más picante. Siempre silbaba cuando hacía algo. Este era mi abuelo.
Hay más recuerdos que tengo de él. La manera en la que saltaba cada vez que yo le gritaba “¡Hola!” con mi voz aguda. La manera en la que saltaba con cualquier tipo de sonido fuerte; el 4 de julio siempre le asustaba. Eso era la neurosis de la guerra. Se volvió una parte de él de la cual no podía deshacerse. Siempre le decía “uy, lo siento abuelo”, y compartíamos una risilla. Nunca le pregunté a mi abuelo porque se asustaba cuando era joven. No fue hasta que crecí que logré entender. Hay un aspecto de mi adolescencia del que me arrepiento, y eso es el no haber tomado más tiempo para hablar con mi abuelo. Las ganas de ir a jugar se pudieron haber esperado. De las pocas veces que hablé con él, aprendí que mi abuelo tenía tantas historias.
Han pasado los años y la vida no se ha ralentizado. Me temo que el tiempo es limitado. En mi regazo está una caja llena de documentos que mi abuelo le pasó a mi padre. Dentro hay recuerdos e imágenes de todas sus historias. Lo que necesito hacer yo es juntar todo y escucharlo ahora.
Dudo al abrir, mientras que mis dedos pasan suavemente por la caja. Al recobrar fuerzas, abro la caja y me encuentro con un olor que me recuerda a los libros viejos que han sido descuidados por mucho tiempo. Miro los delicados recortes de periódicos marrones y los documentos militares, con miedo que se me vayan a desmoronar en las manos. El arrepentimiento y la saudade se intensifican mientras los recojo, uno por uno, para aprender sobre el hombre al quien yo llamaba “abuelo”, quien antes fue el sargento mayor de la Segunda Guerra Mundial, Henry Cervantes Falcon: Diablos azules, 88a división de la 350a infantería de Estados Unidos.
El 7 de diciembre de 1941: Pearl Harbor. Cuando mi abuelo miro la noticia, quiso enlistarse al ejercito el dia siguiente. Sin embargo, el límite de edad era 21 años. El siguiente año, el 11 de noviembre de 1942, Estados Unidos redujo la edad a 18 años. Un poco antes, mi abuelo recibió una carta del presidente Roosevelt, y el 6 de octubre de 1942 fue instalado en el servicio activo.
Leo una entrevista que mi tía le hizo a mi abuelo en 2008. Mientras leo, puedo escuchar su voz que proviene de la página. Esta entrevista era para el cumpleaños 88 de mi abuelo. El tema era de los Diablos Azules, ya que estuvo en la 88a división.
La 88a división de los Diablos Azules llegó al extranjero con aproximadamente 14,000 soldados en el barco Liberty el 1 de mayo de 1944, 17 días después de haber salido del campamento Patrick Henry en West Virginia. Entrenaron en Casablanca, Marruecos y Orán, África antes de navegar hacia la costa italiana de Amalfi.
En Nápoles, la división recibió armas, munición y cascos británicos para engañar al enemigo. Mi abuelo y su división fueron los primeros soldados estadounidenses en llegar y marchar por Roma el 4 de junio de 1944, 15 meses antes de finalizarse la guerra en Europa.
Escondido dentro del librero que redescubrí de mi padre hay un libro llamado “Diablos Azules” de Renzo Grandi y Valerio Calderoni. Yo reconozco esos nombres —son viejos amigos de la familia. Ellos realizaron entrevistas con los soldados restantes de la 88a división en el 2009, y mi abuelo fue uno de esos hombres que contó su historia.
El capitán de la compañía de mi abuelo había recibido una orden para enfrentarse al Monte Acuto en Italia el 25 de septiembre de 1944. Llovía a cántaros y no era fácil asistir a los soldados estadounidenses en la batalla.
Junto con su tripulación y su capitán, mi abuelo escaló la montaña. Miraron una prenda blanca a lo lejos que parecía ser una señal de los soldados alemanes indicando un movimiento de rendición. Al menos eso pensaron ellos.
El capitán salió para ver si estaba libre para avanzar cuando sonó la ametralladora. El capitán cayó al suelo mientras volaban las balas. Los soldados estadounidenses respondieron al ataque, lo cual llevó a mi abuelo a deslizarse a través del lodo hasta llegar con su capitán. Fue entonces que una bala le cruzó por la rodilla derecha, cerca del jarrete. Con la adrenalina que corría por su cuerpo, mi abuelo abrió camino por el lodo para poder alcanzar a su capitán.
Estaba ahí, desorientado, pensando solamente en salvarle la vida a otro. Aún no se veía sangre en la pierna del pantalón rasgado de mi abuelo, solo hueso blanco. Los médicos le dieron una inyección de morfina en el pecho a mi abuelo para reducir el dolor. Él y el capitán pesaban demasiado para que los médicos pudieran levantarlos solos, así que los dejaron allí mientras buscaban más ayuda.
Mi abuelo se desmayó, y al despertar sintió que su espalda estaba empapada. Confundido por la situación, pensó que podría ser sangre. Se quitó el cinturón y se lo ató alrededor de la parte superior del muslo para detener la sangre y se recostó, permaneciendo inmovil como una piedra hasta que por fin llegó la ayuda.
Cuando llegó esa ayuda, no fue un escape fácil. Los hombres fueron trasladados mientras ocurrían los contraataques, y mi abuelo se cayó de la camilla varias veces a causa del lodo resbaladizo y la lluvia. Fue trasladado de hospital a hospital, y entre inyecciones de morfina se despertó en Florencia y luego en Nápoles. Más tarde, pasó por tres diferentes hospitales estadounidenses.
Nunca supo lo que fue de su capitán.
Mi abuelo rara vez hablaba de ese día. No hablaba de la guerra pero tendría conversaciones acerca del tema si alguien preguntaba. Nunca se perdía las reuniones de la 88a división de los Diablos Azules. En 1980, cuando él y mi abuela Helen estaban en una de esas reuniones, mi abuela gritó: “¿No es ese Ed Maher?” Mi abuelo se fijó, y ahí estaba su capitán. Mi abuelo había pensado que su capitán había muerto ese día por la severidad de sus heridas.
Maher tenía una ligera inclinación de la cabeza debido a haber recibido un disparo en el cuello. Los dos se miraron a los ojos y sin titubear se abrazaron por primera vez desde aquel día en las colinas del Monte Acuto.
Después de esa reunión, mi abuelo y el capitán Maher se llamaban cada 25 de septiembre, el día que sobrevivieron aquella batalla que recordarían para siempre. Siempre recordaban los eventos que sucedieron ese día, incluyendo la falsa rendición de los alemanes con las ametralladoras.
Juego con la hebilla de un cinturón que mi abuelo solía usar frecuentemente. Dice “Asociación de la 88a división de infantería”, y tiene el logo del Diablo Azul que parece una cruz azul de primeros auxilios. El oro se está desvaneciendo debido al desgaste. Hay astillas y grietas incrustadas en el bordado, y me pongo a pensar en la historias que mi abuelo vivió bajo esas fuertes lluvias.
Mi abuelo no era el único de la familia Falcon que sirvió en la segunda guerra mundial. Mi abuelo estaba en el ejército, mi tío Rudy estaba en la marina, y mi tío Ángel estaba en la fuerza naval.
Rudy, el hermano menor de mi abuelo, el soldado Rudolph C. Falcon, era un paracaidista de la 101a división aerotransportada que fue dada el apodo “las águilas gritonas”. La 101a división fue una de las primeras divisiones aerotransportadas, junto con la 82a. Ambas fueron tratadas como experimentos ya que la Segunda Guerra Mundial fue la primera guerra en la que entraron los paracaidistas.
Una historia que mi tía compartió conmigo y que mi abuelo le contó fue sobre la vez en la que mi tío Rudy sorprendió a mi abuelo, quien estaba viviendo en Italia. Era el día de la madres y ambos habían salido a comprarle una tarjeta para su madre, mi bisabuela Delfina. Ambos bromeaban y discutían sobre quién sería el primero para firmarla hasta que ambos llegaron a una conclusión. Justo antes de partir, mi abuelo le dijo a mi tío, quien ya se había subido al autobús rumbo a su base, que se arreglara la corbata.
Esas fueron las últimas palabras que mi abuelo le dijo a su hermano menor.
Mi tío Rudy murió durante un combate el 7 de octubre de 1944 en Holanda. Murió sólo unos días después de que mi abuelo fuera herido en Italia, y por lo tanto mi abuelo no recibió la noticia hasta un año después. Cuando mi abuelo se fue de licencia, se enteró de la noticia de su hermano y no regresó a la base cuando lo esperaban. Se ausentó sin permiso por 22 días en busca de su hermano. Esta ausencia no le afectó, ya que se trataba de un asunto personal.
Estos son los valores sentimentales, las historias que guardo cerca mientras investigo mi historia familiar. Voy ganando un poco más de conocimiento sobre la vida de mi abuelo y lo que vivió durante sus años de guerra. Fue el único que recibió el cuerpo de su hermano, pero no hasta que habían pasado cinco años cuando finalmente llevaron a mi tío a casa, ya que había estado enterrado en Holanda.
En mi mano sostengo una pequena bolsa doblada de cuero negro rasgado, con la frase borrosas “por Dios y la patria” grabada en ella. En ella, hay dos santos cuyos rostros no logro distinguir. Saco de la bolsa una biblia pequeña y la abro a la primera oración de la mañana: “oh Dios mío, mi único bien, el Autor de mi ser y mi último fin; Te entrego mi corazón. Alabado sea el honor y la gloria por Ti, por los siglos de los siglos. Amén”. Esta biblia fue recuperada de mi tío Rudy. No puedo empezar a comprender que sostengo un pedacito de él, algo que sus dedos tocaron alguna vez. Me doy cuenta que podría haber leído la última oración que recitó mi tío Rudy el día que murió.
La familia significaba mucho para mi abuelo. Amaba a su esposa, mi abuela Helen. No cabe duda que era una mujer fuerte, una luchadora con corazón de oro. Siempre pienso que yo habría llegado a ser una persona fuerte si ella hubiera estado viva durante mi adolescencia.
Mi abuelo cortejaba a mi abuela mientras él estaba en guerra, y le escribía mucho mientras estaba en el extranjero. Me encontré una vieja fotografía en donde se miran los dos sentados en una banca. Mi abuelo está abrazando a mi abuela, casi como si estuviera escuchando los latidos de su corazón. Él porta su atuendo militar y mi abuela está con su peinado de los años 40, luciendo un largo abrigo sobre un vestido. Ella era muy elegante. Le encantaba bailar, y fue así cómo se conocieron. Crecí escuchando las historias de cómo le dolían los pies, pero aún así seguía bailando.
La escritura de mi abuelo casi parece garabatos en una carta fechada el 27 de julio de 1944, menos de dos meses antes que la bala lo golpeara en la rodilla. La carta tiene un sello del ejército en ella. El saludo de la carta: “hola, querida” y la despedida: “amándote siempre” aún son legibles. Al mirar la carta, me pongo a pensar en el momento específico en que mi abuela la recibió por correo. ¿Sería una señal de alivio para mi abuela saber que todavía estaba vivo?
Se casaron el 31 de agosto de 1946, ya que las guerras en Europa y el pacifico habían terminado. Un año antes, mi abuelo había sido despedido honorablemente del ejército. Mi abuela tenía dos meses de embarazo de su primogénita, mi tía Connie. Mi abuelo quería puras niñas y eso fue lo que recibió —cuatro niñas- hasta que nacieron mi tío y mi papá. Siempre decía que quería eso porque no quería que sus muchachos fueran reclutados.
Sostengo cuidadosamente en mis manos el papeleo de despedida honorable de mi abuelo. La hoja de papel es tan delicada que la desdoblo con mucho cuidado. Las manchas, rasgaduras y palabras borrosas dificultan la habilidad para leer este documento histórico, pero logró hacerlo. Luchó en las batallas de Nápoles-Foggia, Roma-Arno y otra que es ilegible. Se enumeran sus medallas: medalla de la victoria en la Segunda Guerra Mundial; Cinta de teatro americano; Cinta europea, africana y del Medio Este con una estrella de bronce; Medalla de buena conducta; y la última, la medalla del corazón púrpura. Al final del documento se encuentra su huella digital. Paso mi mano sobre la impresión mientras pienso en mi abuelo. Fue el sello de aprobación para su despedida el 2 de marzo de 1947.
Mi abuelo siempre decía que lo único que quería hacer antes de su muerte era volver a Italia. En 2007 cumplió ese deseo. Tenía 87 años. Mi tía Norma lo acompañó en el viaje, donde dice que trataban a mi abuelo como a la realeza. Cuando la gente se enteró que venía mi abuelo, los reporteros y muchas otras personas se reunieron en las calles en una línea tipo desfile. Fue ahí que mi abuelo conoció a Valerio y Renzo, los autores del libro acerca de su división. Lo llevaron al museo de la Segunda Guerra Mundial en Imola y al Monte Battaglia, donde luchó su división.
Valerio y Ranzo le mostraron a mi abuelo el lugar exacto en el que resultó herido, donde permaneció durante horas bajo la lluvia, preguntándose si ese era su último momento. Mi tía me dice que se quedó paralizado en silencio mirando ese lugar por diez minutos. Solo me puedo imaginar lo que mi abuelo estaría pensando mientras todos esos recuerdos le inundaban la mente. Ahí estaba, a sus 87 años de edad, viendo su vida pasar ante sus propios ojos. Qué vida ha vivido.
Comencé esta búsqueda por mi abuelo a causa del miedo que tengo de que algún día olvidaré los recuerdos que tengo de él. Pero mientras juntaba las piezas de su vida, encontré más que su historia. Me encontré a mí misma.
A mi abuelo le encantaba la poesía. Le encantaba escuchar la banda The Doors debido al lirismo de Jim Morrison. Me siento aquí en el piso de la sala escuchando el dulce sonido de Glen Miller en vinilo. No puedo evitar sentirme tan cerca de mi abuelo en estos momentos. Saco de la caja uno de los poemas favoritos de mi abuelo: “Soldado” de George L. Skypeck. Una línea en particular me atrae: “He visto el rostro del terror; sentido el frío punzante del miedo; y disfrutado el dulce sabor del amor del momento”. Pienso en lo que esa línea significa para mi. Mi abuelo presenció muchas muertes brutales en la guerra. Muchas veces pensó que podría haber sido el final. Sin embargo, a través de eso y durante toda su vida, llevaba consigo el amor por las cosas pequeñas: “el dulce sabor del amor del momento”. Todos estos años me he visto dejando que la vida se me pase rápidamente y a causa de esto, he perdido quién soy y las cosas que me hacen feliz.
La escritura siempre ha sido algo que me ha resultado fácil, ya sea la narración o la poesía. Mi familia dice que lo saque de él. Él era un dulce hombre de pocas palabras con un corazón de oro. Esta ha sido una historia que he querido escribir por años, pero sentía que no podía hacerlo porque no podía aguantar el dolor. Nunca me he sentido más como una escritora que ahora mismo mientras cuento su historia.
Fue aquí, mientras buscaba y lo conocía a él que volví a encontrar una pieza de mi misma. Una mujer que ama la escritura, leer poesía, escuchar a bandas famosas, dibujar —y más que nada, a su familia.
Igual que su abuelo.